Dos ciudades en una. Ciudad Juárez, en Méjico, y El Paso, en Tejas (Estados Unidos). Por razones obvias, este lugar es de tránsito y posee una gran fluidez cultural y lingüística. Es una zona de intercambio. Las fronteras no existen, o en caso de existir, pasan desapercibidas. Si lo ves desde el avión, es una misma ciudad.
Cruzar de Ciudad Juárez a El Paso es algo cotidiano para las personas en este lugar. Cualquier negocio en Juárez acepta dólares, por ejemplo. O cualquier negocio en El Paso acepta pesos. Esto habla muy bien de la riqueza cultural que hay en este lugar. Los habitantes de Juárez no sienten que estén haciendo un viaje internacional cada vez que visitan El Paso. Es lo más cotidiano del mundo ir a comer a un restaurante a la otra ciudad.
¿Por qué contamos esta historia? Porque el 3 de agosto de 2019 un supremacista blanco viajó en coche más de 10 horas para ir a una tienda en El Paso y asesinar a 23 personas de nacionalidad mejicana. Esto fue premeditado, pues esa tienda era muy frecuentada por personas del estado latinoamericano. Testigos de la tragedia afirmaron que el autor de los hechos llevaba una pegatina con la cara de Donald Trump en su camioneta, en la cual llevaba a la vista las armas con las que cometió la masacre.
¿Qué nos indica esto? Que el discurso de odio del entonces presidente de los Estados Unidos contra los mejicanos ha calado tanto que una persona había sido capaz de recorrer en su coche más de 10 horas para asesinar a otras a sangre fría por el hecho de ser mejicanas. El odio irracional a otras personas había propiciado esta desgracia. Es por ello que no podemos trivializar cuando una persona se erige en portavoz o líder verborreico para sembrar la mala hierba del odio. Lo hacen algunos dirigentes políticos, pero también el vecino en una reunión social, o el conocido en la barra del bar cuando cuenta un chiste racista o que ridiculiza a ciertas minorías. Algunos dirigentes aprovechan maliciosamente el marco constitucional y las libertades para difundir sus mensajes de odio y atacar, precisamente, las libertades y destruir la democracia. Y lo peligroso es que ese mensaje va calando en las mentalidades y tiene consecuencias, a veces mortales. La libertad de expresión no se puede usar contra los derechos humanos. Ése es un límite infranqueable.
El odio es aprendido. Ningunos de nosotros/as nacemos odiando. Cuando vemos jugar a niños y niñas en preescolar lo hacen sin hacer distinciones, sin tener en cuenta el color de piel de las/os demás compañeras/os de juego. Hasta cierta edad, no tienen comportamientos racistas ni xenófobos. Es cuando van creciendo, cuando van entendiendo el lenguaje y cuando van escuchando en casa ciertos comentarios, cuando manifiestan conductas racistas y se refieren a los otros niños como “el negro”, “el moro” o “el chino”.
El contexto es clave en estas situaciones. Si modificamos el contexto, podremos modificar este tipo de conductas. Para ello, es necesaria la educación. Ya sea en la casa, en la escuela o en el grupo de iguales. Es primordial que todos los agentes implicados en el desarrollo cognitivo de los más pequeños sean partícipes para evitar que los mensajes de odio sean asimilados o interiorizados por las niñas y niños. Y en caso de que sea así, crear nuevas narrativas para ellas/os que sean capaces de cambiar su forma de pensar y expresarse.
Para evitar los pensamientos y las acciones negativas de nuestros pequeños es primordial que se sientan seguros. Es decir, que les creemos oportunidades para que estén cómodos consigo mismas/os, respeten y conozcan a las/os demás, sepan expresar cómo se sienten y puedan desarrollar acciones positivas. Es importante hablar de las emociones que surgen con el odio, cómo se genera y qué consecuencias tiene. Es importante para que sepan reconocerlas, actuar sobre las mismas y prevenir que el odio haga presa en ellas/os. En definitiva, si cambiamos el contexto que rodea a los niños y niñas, cambiaremos su forma de pensar y evitaremos que desarrollen conductas prejuiciosas hacia otros niños y niñas.
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