Juan Miguel León Moriche
Todos los hombres y las mujeres nacen libres e iguales. Es la versión breve. El enunciado exacto del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
La declaración, ratificada en 1948 por la asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), era la base sobre la que los estados miembros querían reedificar el mundo tras la devastadora guerra de 1939-1945. Más de 50 millones de personas muertas, 25 de ellas habitantes de la Unión Soviética, había sido el resultado de la Segunda Guerra Mundial. Los fascismos alemán, italiano y japonés, derrotados en ella, fueron los causantes e impulsores de la mayor tragedia vivida jamás por la humanidad. Las democracias vencedoras en 1945 lograron el consenso mundial para intentar garantizar la paz entre los pueblos y el progreso de los individuos y la humanidad. Esos son el origen y el objetivo de la declaración.
Libertad e igualdad. Son derechos humanos básicos, que no se deberían discutir. Quienes hoy los discuten, quienes los ponen en duda, los relativizan o se los niegan a otras personas cogen una pendiente que, en periodos anteriores de la historia, ha llevado a sus semejantes en opinión a negar otro derecho aún más básico, el primero y primordial de toda persona: el derecho a la vida. El desprecio por la vida y por los seres humanos es consustancial a la ideología de quienes provocaron aquella guerra mundial y la jalearon ante sus pueblos. La exaltación de la muerte y la justificación de los crímenes más horrendos e inimaginables contra quienes eran considerados seres inferiores o distintos no sólo era parte del pensamiento de Hitler, también llegaron a creérselo centenares de miles o millones de personas que trabajaron en la maquinaria del estado alemán o que celebraron sus primeros éxitos militares.
Este desprecio por el ser inferior o diferente, por el que no es como nosotros, lo compartían Hitler, Mussolini y Franco y sus seguidores. Las cifras pueden ser muy distintas: 50 millones en la Segunda Guerra Mundial, más de un millón de muertos en la guerra de España. Pero el desprecio es el mismo. La vida del judío que entraba en una cámara de gas o la del jornalero andaluz que era fusilado en las tapias de un cementerio no tenían ningún valor paras quienes planificaron y ordenaron las ejecuciones en masa. Como cucarachas las veían, como a cucarachas las trataban.
Los asesinos, los planificadores de los asesinatos de masas y quienes los alabaron o justificaron despreciaban al judío, al jornalero, al gitano o al negro. Y antes de matarlos los habían despreciado. El desprecio por otras personas se aprende. Es fruto de la educación malintencionada o del adoctrinamiento perverso. A sentirse superiores a los demás se aprende en la familia, en la escuela, o en la radio por la que vocifera un señor bajito que manda sobre toda Alemania, u otro con bigote y traje militar que amenaza con fusilar a los rojos maricones de Málaga y violar a las mujeres de comunistas y anarquistas.
El que tanto desprecia que llega a matar, antes ha sido enseñado a despreciar. A no respetar ni a valorar a los demás, sean diferentes o no. Pero ese desprecio, en lo más íntimo de las personas, es producto del miedo, o de la coraza, del antifaz usado para ocultar las propias debilidades. Miedo a quien no conoce o comprende, miedo a quien se ve como enemigo, o coraza para aparentar la fortaleza que no se tiene.
Novecento es una película del italiano Bernardo Bertolucci. Filmada en la patria del fascismo contemporáneo, esta película hace una disección brillante del origen social y psicológico de las clases sociales y los tipos de personas que engendraron y propagaron las primeras semillas del fascismo, en su nueva versión, por Europa. Hay una secuencia muy elocuente sobre esto: En la iglesia del pueblo se han reunido los terratenientes. Están asustados porque antes, lo hemos visto en la película, los campesinos les han arrancado mediante la huelga algunas reivindicaciones para mejorar su vida y están forjando la unidad con los trabajadores de la ciudad que han llevado a sus hijos en tren a la capital en una jornada festiva. El miedo les impulsa a todos a poner dinero en la bolsa que va pasando el administrador de la finca de uno de ellos entre los bancos del templo que ocupan los demás señoritos. Ese administrador será poco tiempo después la cabeza más visible del partido fascista en el pueblo y el más cruel de los que llevan a último extremo sus amenazas.
Átila, que así se llama el personaje, desprecia a los jornaleros, a los trabajadores pobres a los que azuza y, llegado el momento, asesinará. Se siente superior a ellos, pero no se da cuenta de qué él también es despreciado por sus amos, que se sienten superiores a los campesinos y también al administrador, aunque lo necesiten y lo utilicen para que mantenga el orden, haga a la gente trabajar y garantice sus cosechas y beneficios.
Átila desprecia a sus inferiores, pero la admiración que siente por sus superiores se volverá resentimiento cuando vea claro que nunca va a poder vivir como ellos ni tener sus privilegios. Y no dudará en matar a uno de los de la clase superior venido a menos, a un propietario agrícola arruinado, que, además, se resistió a meter dinero en la bolsa negra que Átila fue pasando en la iglesia para sacar de dónde financiar al partido fascista.
El miedo de los terratenientes a perder sus privilegios da armas y poder a Átila, que se siente ya muy por encima de los demás y parece vencer su miedo a ser pobre y a perder la protección del patrón. Ya no ve límites en el ejercicio de su poder. El fin justifica los medios y si hay que matar se mata y si hay que asesinar se asesina. Sean los jornaleros del cortijo que se atreven a desobedecerle o burlarse de él, sean los viejitos comunistas que jugaban a las cartas, sea un gato que andaba por el bar, o un niño que es utilizado y asesinado para satisfacer los deseos sexuales perversos de su matrimonio, aburrido y acomplejado, con la hija menos agraciada del patrón.
Quien desprecia e inmerecidamente tiene poder, en el fondo se desprecia a sí mismo y nunca está seguro de que los demás van a obedecer sus órdenes. Por eso recurre a la violencia y a la fuerza sin límites. Un maltratador que pega a su mujer e incluso llega a asesinarla justificará siempre sus acciones: es que me era infiel, es que no me hacía la cena, o es que no lava bien mi ropa. El verdugo culpa a la víctima y se presenta a sí misma como víctima.
Lo mismo hacen los fascismos. La culpa nunca es del líder ni de la nación ni de las personas que han tenido siempre la autoridad. Todo está mal en el mundo y siempre hay alguien que poner en la diana a quien culpar y eliminar: judíos, masones, comunistas o inmigrantes. Todo líder fascista ha tenido su chivo expiatorio, su corte de aduladores que lo ha presentado a la sociedad como el dirigente carismático salvador de la patria y su pueblo admirador que ve en él al padre, al papá que responde a mis preguntas, me da seguridad, me ordena y me evita la molesta tarea de pensar, elegir y decidir por mí mismo. Lo explica con mucha claridad Eric Fromm en su obra maestra El miedo a la libertad.
Elia Kazán se lo hace decir a Marlo Brando en Que viva Zapata, un clásico del cine: Un pueblo fuerte no necesita líderes, un pueblo débil que quiere parecer fuerte, sí. Ése es el poder de seducción de los Hitler y Mussolini. Sus seguidores ni piensan ni razonan ni argumentan. Oyen sólo lo que quieren oír y obedecen al que les libra de la funesta manía de pensar. Todos los fascismos tienen su estética de estandartes, uniformes y masas en formación. Todos usan la estética para sacar lo más sucio de la condición humana y ensalzarlo. Sin su puesta en escena no es nada.
Y todos los líderes empezaron antes sus guerras en el campo ideológico. Aprovechando las crisis económicas y sociales que vivían sus países propagaron sus mensajes de odio contra los chivos expiatorios, su desprecio por la libertad, el diálogo y la democracia y su admiración por un pasado tan idealizado como falso. No hay más. Miedo, fuerza, mentira, desprecio y muerte. Eso sí, sin tocar el orden establecido ni los privilegios de los poderosos. No hay más, los fascismos no necesitan hacer programas electorales ni promesas materiales concretas. Mantener el miedo de las gentes y excitar su ira contra los chivos expiatorios es su único recurso ideológico. Tan pobre como efectivo, porque cuando pasa de las palabras a los hechos y saca las tropas a las calles y empieza a detener a los supuestos enemigos, la gente ya está convencida de que es necesario.
Repetimos: antes de matar a los judíos se pasaron años acusándolos y denigrándolos. El discurso irracional y fanático que siembra miedo y señala a un culpable siempre precede a los crímenes. Es lo necesario para tener a los pueblos sometidos y convencidos antes de actuar.
La ultraderecha italiana obtuvo el 26 por ciento de los votos en las elecciones del domingo pasado, lo que le permitirá formar con el resto de fuerzas de la derecha que, sumadas tienen 230 diputados en una cámara en que la izquierda sólo suma 80. La ultraderecha hoy no está en disposición de ejercer el poder a la manera fascista clásica. No va a empezar ya a prohibir partidos, encarcelar gente, fusilar adversarios políticos, exterminar a judíos e inmigrantes, meter a mujeres en las cocinas o a ponerlas a parir hijos para el régimen. De momento. Pero lleva años generando odio contra los extranjeros, abominando de la unidad europea y creando el caldo de cultivo para empezar a hacerle la vida más difícil y dolorosa a quienes ya ha señalado como chivos expiatorios.
Algunos intelectuales y analistas nos dicen que los partidos de ultraderecha no pueden llegar hoy a lo que llegaron sus antecedentes históricos, es decir, Hitler, Mussolini o las dictaduras latinoamericanas de los años 70. Recuerdan que Polonia y Hungría tienen desde hace años partidos ultraderechistas en el poder. Como mucho, dicen, a lo máximo que llegarán es a prohibir los matrimonios homosexuales y el aborto y a expulsar inmigrantes. La Unión Europea tiene instituciones democráticas que servirán de freno y la unidad europea sabrá sortear estos desafíos, dicen. ¿Qué pensaríamos si a un hijo o a una hija le reventaran la cabeza porque iba por la calle abrazada/o a una persona de su mismo sexo, o si a nuestro vecino Edgar lo expulsan del trabajo y lo mandan para su país por el simple hecho de ser extranjero y su mujer e hijos se quedan solos y en la pobreza? Ése es el presente ya en algunos de esos países.
Conviene recordar que los dirigentes de esos países, como Meloni, han conseguido el poder recurriendo al discurso del miedo y del odio al inmigrante. Y que, en sus sociedades, hoy día, ya es imposible una convivencia sana e intercultural de toda la sociedad. Y seguramente mañana será así en Italia. El fascismo utiliza la democracia para socavarla y, cuando pueda, destruirla para implantar la dictadura.
Con el discurso del miedo y el odio empezaron los nazis a legislar contra los judíos, a romper los cristales de sus comercios luego y a asesinarlos por masas en las cámaras de gas al final. El discurso del miedo y del odio al diferente siempre está ahí. Todos los seres humanos están preparados para tener miedo y odiar si no se les educa para el ejercicio de la razón, la convivencia y la paz. Y si las sociedades no se organizan para que las condiciones materiales sean las justas y necesarias para todos. Para eliminar el caldo de cultivo del miedo y el odio. Se sabe cómo empiezan los discursos del odio, pero no cómo acaban. Pero seamos optimistas. Es posible enderezar los rumbos. Muy frecuente era en ciudades como Algeciras, en los años 80 del siglo pasado, escuchar el siguiente comentario: “Este pueblo está lleno de drogadictos. Y el gobierno se lo gasta todo en ayudar a los gitanos y a los drogadictos. Vaya mierda. Así no sé dónde vamos a llegar. Yo sé muy bien qué haría con esa gente…”
Quien en los años 80 veía todo el problema de la sociedad en los incipientes programas de ayuda a gitanos o toxicómanos es el mismo que hoy ve que todo el problema de la sociedad son los moros, los maricones, las feministas y los hombres que defienden la pluralidad y la democracia. El discurso es el mismo, lo único que cambia es el chivo expiatorio. Hoy son los inmigrantes y los homosexuales. El trabajo de las organizaciones sociales de entonces para hacer ver a la gente que los toxicómanos eran enfermos y no delincuentes, su valiente ataque a las redes del narcotráfico y la actuación de las administraciones públicas con inversiones en programas de rehabilitación e integración social acabaron por arrinconar aquel discurso protofascista. El discurso racional e integrador acabó entonces imponiéndose no sólo en los medios de comunicación sino también en las conversaciones cotidianas en el vecindario, o en el bar.
Razones para no perder la esperanza hay, pero la triste realidad es que buena parte de los medios de comunicación, los antiguos y los actuales, han servido siempre al poder y a los poderosos. Y una parte de ellos ha abierto ya los brazos al fascismo. Los periódicos o televisiones son parte esencial de la creación de consensos para que el poder, sea democrático o sea autoritario, actúe sin estorbos. Hay dueños de periódicos, grupos de wasap o redes sociales que son abiertamente fascistas y ultraderechistas e inundan cada día las redes con cientos de bulos, manipulaciones y distorsiones para generar esa angustia, esa ansiedad y ese miedo que en el futuro justificará que Trump irrumpa con sus seguidores en el Congreso, que Pinochet bombardee el palacio de Gobierno o, quién sabe, Meloni empiece a expulsar a inmigrantes de Italia primero, clausure partidos y cierre el Parlamento, después.
Hay otros medios de comunicación que mantienen el tipo de la democracia y la pluralidad, pero sólo hasta que llega el momento de la crisis definitiva, el golpe de estado o la toma del poder por la ultraderecha. Entonces, todos colaboran con el dictador. Los periódicos en España contribuyeron en 1936 al auge y victoria del fascismo y las televisiones y medios de hoy son parte responsable que haya 52 diputados ultraderechistas en el Congreso de los Diputados. Muchos, por hacer propaganda gratuita al discurso de quienes eran irrelevantes en la representación parlamentaria entonces, pero decían barbaridades muy morbosas que venden periódicos o captan la atención de los televidentes consumidores de publicidad.
Los abiertamente ultraderechistas siguen manipulando a diario las informaciones e inundando las conversaciones de wasap con videos manipulados que no persiguen informar, sino excitar los miedos o el odio a sus enemigos políticos. Lo último ha sido la manipulación de una rueda de prensa de la ministra de Igualdad en la que defendió la educación sexual como forma de prevenir y evitar que las niñas y niños sufran abusos sexuales. Los fabricantes diarios de bulos convirtieron eso en un video en el que acusaban a la ministra de fomentar la pederastia.
Parece hoy evidente la ventaja que la ultraderecha lleva en la utilización de las nuevas tecnologías para amplificar sus discursos mentirosos y manipulados e igualmente sencillos de inocular y asimilar. Frenar y derrotar al fascismo clásico y a su nueva versión, armada de nuevas y poderosas herramientas de difusión, va a ser una tarea muy ardua. Pero no nos queda otra que emprenderla sin descanso y tomar parte. Lo exigen no sólo la conciencia moral de toda persona civilizada, también la necesidad de defender los derechos humanos básicos de todas y todos: la vida, la libertad y la igualdad. Hagámoslo unidas/os y sin miedo. Grecia ha sabido recientemente frenar el ascenso de las organizaciones filo nazis. Aprendamos, nuevamente, de los griegos.
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