Leomary Suriel es médica en la sanidad pública. Tiene 35 años y un irónico sentido del humor. Conversamos con ella en una cafetería, mientras su bebé nos mira atenta.
Leomary es española y es dominicana. Estudió medicina en República Dominicana y tras homologar su título vino en avión con un visado de estudiante a hacer el MIR. Nunca ha estado en el paro, nunca ha cobrado ayudas, nunca ha estado en situación irregular. Su historia se aleja mucho de la imagen que tenemos y que nos llega desde los medios sobre la migración, aunque sea una historia compartida con muchas otras personas procedentes de América Latina, y de hecho sea la historia más común. “Tú no eres así” le dicen, cuando hablan de otros migrantes delante de ella. “Lo dicen porque estoy en frente, esas cosas cuesta decirlas a la cara”. Pero ella sabe que es migrante, aunque la intenten tratar como “la migrante buena”. Y negra. Lo supo el día en que se subió al metro de Madrid. ¿Por qué no se dio cuenta desde pequeña?
“Vengo de una sociedad que es mezclada, donde la mayoría es negra, pero como toda sociedad actual, bastante racista” explica. “Mi color de piel no llega a ser negro, negro, negro, tampoco blanco, blanco, blanco, estoy ahí como en medio, pero eso en mi país es blanco y a mí me decían rubia. Entonces yo estaba asentada en mis privilegios, consciente o inconscientemente, y les decía “negros” a los demás, porque yo no lo era”. Sin embargo, un día en el metro de la capital, junto a un amigo suyo de tez más oscura que ella, un señor mayor la mandó a su “puto país” y le escupió. “Ese día me di cuenta de que era negra”.
«Con su viaje desde República Dominicana hasta España, había hecho además otro viaje, como ella misma reconoce. Desde los privilegios hasta los microrracismos. “Antes, esos microrracismos, como no iban para mí, porque yo no era negra en mi lugar, no los detectaba. Pero después empecé a darme cuenta aquí de que yo sin saberlo estaba sufriendo racismo”.
Ese choque con una sociedad europea, de mayoría blanca, donde ella era ahora la persona negra, le hizo reflexionar. Y le hizo valorar su herencia afro. “La sociedad en la que me crie me enseñó que el pelo afro es feo, que el pelo afro es “pelo malo”. Yo quería tener el “pelo bueno” y me lo alisaba. Llegué a este país con el pelo liso, hasta que me di cuenta de que mi herencia es negra y dejé de alisármelo”. Yo por la mañana cuando me levanto, me “acomodo” el pelo afro, no me lo “domo” que es lo que dicen en los anuncios de los productos de pelo rizado.»
“Yo por la mañana cuando me levanto, me ‘acomodo’ el pelo afro, no me lo ‘domo‘, que es lo que dicen en los anuncios de los productos de pelo rizado».
Esa nueva mirada y ese aprendizaje personal le ayudaron a entender muchas cosas. A ponerse las gafas antirracistas. “Yo misma estuve mucho tiempo que me mantenía muy pasiva, hasta que empecé a no callarme”. Y aconseja a los demás hacerlo, contestar. “He visto a mucha gente que no es racista, pero no veo antirracismo. Es raro que la gente reaccione ante ciertas situaciones, aunque les parezca mal. Y con eso permiten que se perpetúen las actitudes racistas”. Aunque reconoce que a veces es difícil responder. “Cuando te pillan de sorpresa, no sabes ni cómo reaccionar”.
Muchas de esas situaciones Leomary las ha vivido en su trabajo. En todas las sociedades, las personas que curan son respetadas, ejercen una autoridad social casi indiscutible. Sin embargo, por las anécdotas que nos relata, parece que en nuestra sociedad eso es incompatible con ser negra. “Si yo te digo que tienes cita a las cuatro en la consulta dos y solamente hay una persona con un pijama blanco o verde, con un fonendo enganchado, sentada escribiendo delante del ordenador que te llama por tu nombre… ¿quién crees que es? Pues la gente entra preguntando por la doctora” asegura con cara de desconcierto.
“Una vez en urgencias, en la consulta de respiratorio salgo con una camiseta que pone MÉDICA por delante y por detrás a explicarle a una señora que no es una urgencia y lo que tiene que hacer. Al momento sale un enfermero y ella deja de hablar conmigo, se dirige al enfermero y le repite todo lo que me dijo a mí. El enfermero le dice “yo es que soy enfermero, tiene usted que hablar con la doctora”, señalándome a mí y ella pregunta “¿y la doctora cuándo viene?”. ¿Por qué esa mujer cree que no la ha visto ninguna doctora?”.
Aunque ahora ejerce en un centro de salud de Algeciras, ella comenzó en atención primaria de Ceuta. Allí conoció la palabra “sudaca”. A lo que ella pensó que “incluso para ofender, hay que saber geografía porque yo soy caribeña” sonríe. Recuerda también que allí vivió un racismo y un machismo en varias direcciones. “Me confundían, por mis facciones, con marroquí y sufrí un racismo que no me pertenecía. Pero también un machismo, porque algunos hombres musulmanes no querían ser atendido por una mujer musulmana sin velo. Y aunque yo no era musulmana, asumían que sí”.
También ha vivido el racismo fuera de la consulta. Leomary recuerda una situación que le pareció especialmente absurda: cuando fue a comprarse un coche. “Yo tenía mi trabajo indefinido con un buen sueldo y quería comprarme un coche barato, porque era mi primer coche y cuando voy me dicen que para darme el préstamo necesito un aval de una persona española” asegura. Preguntó si la otra persona tenía que tener ingresos para responder en caso de que ella no pudiera, y le dijeron que no, que daba igual que estuviese en el paro. “Eso me pasó en tres bancos” afirma sorprendida. Duda que pasase igual con una persona de Estados Unidos o de Italia. “No creo que eso sea una cláusula escrita del banco”. Comprobó que la norma cambiada radicalmente cuando, años después, con un DNI en su cartera y no un NIE, pidió la hipoteca para comprar su casa.
Pese a los obstáculos encontrados en el camino, Leomary continúa disfrutando su profesión y del buen trato y la relación afectuosa que ha construido con muchos/as de sus pacientes. “La nacionalidad, la negritud, el pelo, les da exactamente igual. Ellos vienen a ver a su médica y ya está. Hablo con algunos de más cosas, tenemos una relación, y sucede tanto con personas mayores como jóvenes”. A veces hacen comentarios también, relata, pero “no son ofensivos y eso se nota, en el contexto, el tono, la mirada”. Y lo que sí celebra especialmente es cuando observa una evolución a mejor con sus pacientes. “Pasa de un primer encuentro violento, donde yo noto su hostilidad y me pongo a la defensiva, y el trato es lo indispensable. Pero luego pasa el tiempo, hay más citas y se ve cómo se va creando la relación. Eso es bonito. Eso es lo que espero que pase siempre”.
Ahora, antes de ponerse el pijama verde, que asegura le sienta mejor y se ensucia menos, “se acomoda” el pelo afro y con el fonendo al cuello, se dispone para una nueva jornada diagnosticando patologías, incluida el racismo.
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